Escuela de Padres

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Virginia González

Las preocupaciones y las numerosas obligaciones de la vida cotidiana nos dificultan a veces la convivencia con nuestros hijos, merman nuestras fuerzas y nuestro aguante ante su presencia no siempre tranquila.

Los niños de entre dos y seis años ya no son bebés a los que cualquier carantoña hace felices, ni chavales que reclaman un trato de adulto. Requieren otro tipo de relación, que exige tiempo y dedicación. Y es que, durante esos años, los padres debemos aprender a sumergirnos en su mundo imaginario, a comprender su punto de vista para compartir con ellos sus ilusiones y sus juegos. En definitiva, para compartir su vida.

Maestros, pedagogos y psicólogos han sido cuidadosamente entrenados para satisfacer las necesidades de los niños y proporcionarles estímulos adecuados. Pero saben que, aunque realizan una labor importante, es un simple complemento de la labor fundamental que se lleva a cabo en el seno familiar. Es necesario que el niño forme sus primeros hábitos, modele su personalidad y adquiera su manera de ser y de actuar en el hogar.

La educación de los hijos en el seno de la familia no es una ciencia ni una profesión. No existen reglas ni recetas específicas que programen la actuación de los padres. Se aprende a convivir jugando, y se educa viviendo situaciones cotidianas que provoquen interés y acción en el niño (como por ejemplo, enseñarle a calzarse los zapatos o a poner la mesa). Estas pequeñas acciones permiten afianzar los lazos familiares, ya que facilitan el conocimiento mutuo, la expresión de afectos y la transmisión de valores.

 

El significado del juego

El juego es una herramienta maravillosa para educar. Si para el adulto el juego es sinónimo de descanso y de evasión de la rutina, para el niño significa mucho más. Supone un verdadero trabajo, una ocupación a través de la cual recibe experiencias, ejercita la coordinación y el control de los músculos, aprende nuevas formas de expresión y vive situaciones fascinantes que en la vida real le son negadas

El juego infantil supone, por tanto, una preparación para la futura vida de adulto. Pero es importante que al niño se le permita tener su iniciativa en el juego. Imponerle nuestras preferencias es contraproducente. Debemos permitir que experimente sin anticiparnos.

 

Un valor añadido

A menudo oímos en muchos hogares frases que son una ducha de agua fría para el entusiasmo infantil: «¿Por qué no te vas a jugar a tu cuarto o a ver la televisión?, ¿no ves que no tengo tiempo para jugar contigo?». Por supuesto, no se trata de que toda nuestra vida gire en torno a la de nuestros hijos. Los padres no pueden ni deben jugar continuamente con los niños. Ambos necesitan tener vidas independientes.

Pero un niño que no se siente valorado en el seno familiar puede desarrollar resentimiento y provocar situaciones no deseadas para llamar la atención. Resultado: que, a menudo, invertimos más tiempo en calmar y solucionar estas situaciones que en actuar con sensatez e imaginación y decir, por ejemplo: «Tengo una idea. Mientras termino de leer el periódico, busca algo interesante para poder jugar juntos».

Pequeñas propuestas será suficientes para enfrascarle en un proyecto que le mantendrá ocupado durante cierto tiempo. Sobre todo, si se le sugieren actividades en las que tenga que invertir grandes dosis de ingenio, algo que, en un niño, siempre provoca entusiasmo.

No obstante, es fundamental dedicar un tiempo a jugar con el niño y no actuar como mero espectador. No sólo para acompañarle, sino para guiarle y ayudarle a desarrollar su imaginación y sus habilidades. Y no olvidemos un valor añadido del juego compartido: establece corrientes de afecto insustituibles.

 

El oficio más difícil

No se trata de renunciar a nuestra profesión para poder criar a los hijos. Quizás tengamos que replantear nuestras vidas. Es importante organizarse de modo que el niño tenga su tiempo y su lugar. Aunque en demasiados casos no resulte fácil. Se trata de encontrar el equilibrio entre las necesidades de los niños y nuestras posibilidades.

Es un privilegio tener hijos, y es un privilegio poder educarlos. Disfrutar de la crianza de un hijo supone transmitirle los mejores sentimientos y las mejores «herramientas» para su desarrollo global.


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